Ediciones Lastarria
Sobre «Luis Omar Cáceres. El ídolo creacionista», de María José Cabezas Corcione (II)
Actualizado: 11 feb 2021

14 de febrero de 2016
OMAR CÁCERES después del fuego
El poeta Luis Omar Cáceres se inscribe en la generación antioligárquica y anarquista de los años veinte y treinta; la de las revistas Claridad y Juventud; la de la Federación de Estudiantes de Chile; la de los adolescentes universitarios opuestos al general Ibáñez y al tribuno Arturo Alessandri. Un militar y un civil, además de civilista, se disputaban el cielito lindo de la patria bárbara. Aparecía en el horizonte una generación de jóvenes, aún con resabios románticos, que anhelaba dejar atrás a Bécquer y a Darío. Con ansias de evasión y ruptura, se oponían al autoritarismo de Carlos Ibáñez y sucumbieron a la matanza del Seguro Obrero. Era la Generación del 38.
El vate tuvo desde el comienzo vocación por la nocturnidad. Así cuentan quienes lo vieron descender desde Cauquenes, donde nació en 1904, a la noche capitalina. Una ciudad de adoquines y tranvías, de faroles de gas; la del joven Neruda de Crepusculario, de los atardeceres de la calle Maruri y de la bohemia del barrio chino de Bandera abajo, San Pablo, Matucana; la del barrio La Chimba y de los poetas amenazados por el hambre, la desolación y la tuberculosis. Una capital hostil cuyo invierno se llevó a Alberto Rojas Giménez y a Romeo Murga.
Dicen que Cáceres caminaba de soslayo y se dejaba ver de perfil, huidizo, siempre en fuga, enlutado, disolviéndose en la niebla. Además, siendo violinista, acarreaba por los vericuetos de un Santiago de espectros sus únicos tesoros materiales: un reloj de oro con leontina y su instrumento musical, objetos que probablemente causaron su muerte, nunca aclarada. Fue encontrado su cuerpo en un sector rural de Renca, en septiembre de 1943.
María José Cabezas emprende en su estudio una tarea de rescate. El plan del trabajo asedia la figura de Cáceres desde el registro de su vida; el surgimiento de las vanguardias en Europa y su huella en América; el análisis de sus poemas más significativos; las ideas expuestas en los cuatro prólogos que suscitó su único libro publicado, Defensa del ídolo (1934), y la inclusión completa de la obra del poeta, de imposible hallazgo ya que el propio autor cumplió el mandato de Kafka: devolver al fuego lo que al fuego le pertenece. Movido por la cólera demencial, que emergía de los personajes de la tragedia griega, desatando el vendaval del destino, Cáceres, a propósito de las numerosas erratas y distorsiones gráficas y semánticas de su libro, lo quemó. Se salvó de las llamas uno que otro ejemplar, objeto hoy de culto y de precios imposibles.
La autora de Luis Omar Cáceres, el ídolo creacionista desmenuza estos rasgos biográficos, de vate oscuro, alejado de los “poetas de la claridad” (Óscar Castro, Hernán Cañas, Nicanor Parra). Sin duda escritor fascinante y aglutinador del mito y de la leyenda, ese malditismo que tanto imanta a los editores y aún más a los lectores, mucho le debe a la condición de perdulario, al alcohol, la vida de azares e incertidumbres, los fracasos laborales, las penas de amor, la ebriedad y el vino baudeleriano. Lector de Nietzsche y de Rimbaud, adicto al desorden sistemático de los sentidos, consciente o a su pesar alquimista del verbo. En su estudio, Cabezas consigna el reparto que hizo Luis Omar Cáceres de su inspiración, la confianza que depositó en su autodidactismo, el testimonio cotidiano que dejó en sus siete cuadernos de versos e ilustraciones.
No obstante, y debido a su condición de ensayo, debe soslayar el carácter novelesco del poeta, que aguarda aún a su novelista. Cáceres, pirómano de su único libro, violinista de una orquesta de ciegos, que interpretaba tangos y boleros en barrios marginales, en burdeles, en bares de mala muerte y peor vida. Y al final de todo, su cadáver hallado en un canal… es demasiado.
La investigadora despliega la interpretación de sus poemas, pues debe reverenciar al mundo académico; allí están, en su lugar, las figuras retóricas, los temples anímicos y las actitudes líricas de los hablantes que presentan los poemas analizados; el estilo, el tono y el entorno del yo poético, propios de un poeta en situación.
Defensa del ídolo se vincula con Altazor, de Huidobro, su interlocutor más frecuente, en particular en el tema de la caída y el enfrentamiento existencialista con la nada. En su poema “Mansión de espuma”, Cáceres señala: “Con mi corazón, golpeándote, oh sombra ilimitada…”. Y más adelante: “Todo naufraga bajo el pendón de su postrer adiós”. También los prólogos de su obra, uno de Vicente Huidobro —¡el único que escribió en su fecunda vida literaria acerca de otro poeta!—, en cuya órbita creacionista giró Cáceres, mucho más que en la de la Generación del 38, de fuerte carácter social y político, la que asimiló la cuestión social que exigía, por aquel tiempo, definiciones y compromisos radicales. A Cáceres lo estremeció menos que los vientos vanguardistas.
El poeta es un pequeño dios; es preciso hacer un poema como la naturaleza hace un árbol; Non serviam, no te serviré, refiriéndose al reino vegetal, fueron sentencias huidobrianas que tuvieron eco en Luis Omar Cáceres.
Su obra no provocó, en vida de su gestor, ni tampoco después de muerto, grandes despliegues en cuanto a estudios y comentarios, con la excepción de los trabajos de Pedro Lastra. En su tiempo, le dedicaron referencias críticas el dramaturgo Antonio Acevedo Hernández y Andrés Sabella. En la actualidad, los escritores Víctor Pueyes y Pedro Tapia. El iracundo Pablo de Rokha también lo prologó, diciendo acerca de la poética de Cáceres: “Urdiendo, sola, adentro de aquella gran pedrería nocturna”, viéndolo como un digno compañero de ruta; lo mismo hizo Ángel Cruchaga Santa María, texto de este último perdido hasta hoy. Pero también el propio autor escribió una presentación de su obra, donde expresó: “Mi actitud, no es, sin embargo, la de un nihilista, la de un ególatra, o la de un deshumanizante. No. Es la de aquel que fue demasiado lejos en el corazón de los hombres y en su propio corazón…”.
Cáceres apareció en la célebre Antología de poesía chilena nueva (1935), de Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim, con seis poemas, tomando en cuenta que la Mistral fue proscrita por su indiferencia frente al lenguaje vanguardista, propio de La Mandrágora, de Juan Emar, de De Rokha y del creacionismo de Huidobro.
En el poema “Nocturno” condensa una especie de Arte Poética: “Y en los nocturnos árboles que abrazan a la tierra/ hallo olvido y piedad, si estoy desesperado”.
El rigor de María José Cabezas no rompe, con su despliegue teórico, el hechizo que puede suscitar un volumen lírico. La lectura del género poético es singularmente emocional. ¿Quién se arrima a una colección de versos por las innovaciones del autor en el campo del temple anímico? Si el fuego sagrado que late en un poema no estremece a su receptor, ¿qué resta?
Luis Omar Cáceres padeció de malditismo, de exceso de noche, y su aura se acerca más al mito que al conocimiento y lectura de su obra, inencontrable, lo que no constituye una debilidad suya sino del contexto. Todas las condiciones de la leyenda estaban dadas.
Mario Valdovinos
«Revista de Libros», El Mercurio